lunes, 30 de enero de 2012

El amor.

Me refugié bajo un portal. De la casa de enfrente llegaban las notas de un vals. Cesó la lluvia, y en el balcón de aquella casa apareció una muchacha morena vestida de amarillo. No la veía bien, allá en lo alto; no hubiese podido decir "su nariz sonrosada", pero me enamoré; quizá fue por el aguacero, quizá el brillo de las goteras bajo el sol que asomaba otra vez (nos sigue de puntillas alguien que mueve las nubes, suscita clamores en los caminos sólo para que nos empujen donde a él le conviene, pero de modo que se acuse a las nubes y a los clamores).
Desde el balcón se le cayó a la muchacha un pañuelo; corrí a recogerlo y entré en el portal escaleras arriba. En lo alto me esperaba la muchacha: "Gracias", dijo. "¿Cómo te llamas?", le pregunté jadeante. "Ana", respondió, y despareció.
Le escribí una carta como jamás he vuelto a escribir en la vida, al cabo de un año era mi mujer. Somos felices; a menudo viene a vernos María, la hermana de Ana; se quieren y se parecen mucho.
Un día se habló de aquella tarde de verano, de cómo nos habíamos conocido Ana y yo. "Estaba en el balcón –contó María- y, de repente, se me cayó el pañuelo. Ana estaba tocando el piano. Le dije: "Se me ha caído el pañuelo, alguien viene a traérmelo". Ella, menos tímida que yo, fue a tu encuentro y os conocisteis, lo recuerdo como si fuera ayer; las dos llevábamos un vestido amarillo.
 
Cesar Zavattini

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